En medio de la Gran Depresión en Estados Unidos en la década de 1930, el economista Simon Kuznets buscó medir la actividad económica del país para ayudarlo a salir de la brutal crisis.
Originalmente se preguntó qué actividades son realmente productivas y cómo se fomenta el bienestar en un país, pero cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, la prioridad de medir la riqueza que genera un país dio un giro: había que saber cuánto se producía y cuánto quedaba para financiar la guerra.
Terminado el conflicto bélico, EE.UU. necesitaba saber cómo le estaba yendo a los receptores de la ayuda económica destinada a la reconstrucción, por lo que todos comenzaron a usar el indicador clave para ese objetivo: el Producto Interno Bruto, PIB.
Kuznets, sin embargo, no estaba muy orgulloso de lo que había ayudado a crear, porque a final de cuentas una medida que teóricamente iba a reflejar el bienestar económico terminó siendo la suma de todos los bienes y servicios que produce un país en un año.
«Se deben tener en cuenta las distinciones entre la cantidad y la calidad del crecimiento», dijo el propio Kuznets en 1962.
Siete décadas más tarde seguimos usando el PIB para medir la riqueza que genera un país.
El problema no es el PIB en sí mismo, dicen las voces críticas, sino el poder supremo que se le ha dado para reflejar el éxito o el fracaso de un país.
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Por eso sostienen que se debe poner fin a «la dictadura del PIB» o, como dice el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, al «fetichismo del PIB».
Argumentan que si bien el crecimiento económico ha generado más trabajo, mejores ingresos y más riqueza, las desigualdades entre las élites y el resto de la población se han hecho más profundas en las últimas décadas.
Por otro lado, dicen que el «dogma» de producir más y consumir cada vez más nos ha llevado a la destrucción del planeta.
Por el contrario, los defensores del PIB plantean que el crecimiento económico es lo que le ha dado al mundo tratamientos contra el cáncer, acceso a electricidad y agua potable, mayor esperanza de vida. En suma, el crecimiento ha generado bienestar.
Estos son algunos de los mitos que rodean a la cuestionada medida.
Mito 1: las economías con el PIB más alto son mejores que el resto
El PIB es la forma en que clasificamos a los países y juzgamos su desempeño. La cifra es clave porque de ella depende la elaboración del presupuesto que hacen los gobiernos y les permite tener información clave para tomar decisiones.
También determina cuánto puede pedir prestado un país y a qué tasa de interés, como también influye en las decisiones de inversión.
Sin embargo, las economías más ricas suelen crecer menos que el resto porque están en otra fase de su desarrollo, no necesariamente porque les vaya mal.
También ocurre al revés, cuando el PIB de un país pareciera ser increíblemente alto, pero no refleja necesariamente toda la película.
Basta con mirar el famoso «rebote estadístico» que ocurre cuando el PIB de un país cae estrepitosamente y al año siguiente crece «espectacularmente», un fenómeno que ocurre porque la base de comparación es muy baja.
Así pasó con la pandemia de covid-19. México, por ejemplo, creció un increíble 4,8% en 2021, pero venía de una brutal caída de -8,1% el año anterior.
Autarquía: ¿sería mejor que un país produjera todo lo que necesita en su propio territorio en vez de importarlo?
Bolivia, en tanto, aumentó su PIB hasta 6,1%, pero venía de un -8,7% en 2020.
Por otro lado está el caso de Venezuela, que este año será el país con el mayor crecimiento de América Latina, llegando a un increíble 6,5%, según el Fondo Monetario Internacional (FMI).
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Economistas señalan que después de años de hiperinflación, aumento de la pobreza y una recurrente caída en el crecimiento económico, lo que estamos presenciando es una recuperación.
Pero que tenga el mayor crecimiento respecto a las demás no es sinónimo de que sea la economía más exitosa de la región.
Otro ejemplo de un alto PIB que no tiene que ver con el éxito ocurre cuando hay guerras o desastres naturales, por el gigantesco gasto público que deben hacer los gobiernos.
«Un aumento del PIB puede reflejar cosas que no quieres que pasen», le dice a la BBC Dimitri Zenghelis, cofundador del Proyecto Wealth Economy de la Universidad de Cambridge.
«Puedes enfrentar un terremoto como pasó en Japón a mediado de los 90. Eso genera mucha actividad económica por la reconstruccion, mucho PIB», explica.
«Pero nadie en su sano juicio querría que eso pase».
Mito 2: el PIB solo mide actividades legales
El PIB no distingue entre las actividades legales o ilícitas porque mete todo en el mismo saco.
«Las ojivas nucleares de Kim Jong-un funcionan tan bien como las camas de hospital o el pastel de manzana», dice David Pilling, autor de «El engaño del crecimiento: la riqueza y el bienestar de las naciones».
La inyección de dinero en la economía proveniente del tráfico de drogas, de armas o de personas, también tiene un impacto en el crecimiento económico.
Las organizaciones criminales generan empleos, aumentan el consumo, crean grandes cadenas de producción, distribución y venta que, de manera directa o indirecta, forman parte del PIB.
Naciones Unidas estima que entre 2% y 5% del PIB mundial es generado por lavado de dinero, aunque la cifra podría ser mucho mayor dadas las dificultades de cálculo.
Mito 3: el aumento del PIB es sinónimo de un mayor bienestar para toda la población
Eso es relativo. Puede ser que en algunos países el crecimiento genere más bienestar para la mayor parte de la población y que en otros genere más riqueza solo para unos pocos.
En ese sentido, el PIB por sí mismo no es sinónimo de bienestar, desarrollo o éxito.
Para tener una fotografía más realista del desempeño de un país, dicen expertos, es necesario agregar otras mediciones como el Índice de GINI que estudia la distribución de los ingresos, o el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, el IDH, que pone atención en la esperanza de vida, alfabetización, educación y otros elementos relacionados con la calidad de vida de las personas.
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Por otro lado, los promedios en relación al crecimiento económico pueden resultar engañosos.
El famoso PIB per cápita es una medida útil para dividir el valor de la actividad económica de un país por su número de habitantes. Es un promedio, pero no dice nada sobre la distribución de la riqueza.
Uno de los mejores ejemplos de la ilusión que provocan los promedios es el del antipoeta chileno Nicanor Parra, quien antes de dedicarse a la literatura, fue profesor de matemáticas, física y mecánica racional.
«Hay dos panes. Usted se come dos. Yo ninguno. Consumo promedio: un pan por persona».
Mito 4: el aumento del PIB no tiene efectos negativos
La medición del PIB incluye el número de autos construidos, pero no sus emisiones, que a final de cuentas se traducirá en un mayor gasto en salud y otros efectos relacionados con la contaminación.
El PIB «también cuenta los desechos plásticos que flotan en el océano, las alarmas antirrobo y la gasolina que se consume en un atasco», dice David Pilling.
Desde ese punto de vista, un país puede experimentar un alto crecimiento y al mismo tiempo puede estar hipotecando su futuro.
«Si tu crecimiento está basado en actividades que no son sostenibles, como destruir el medioambiente, entonces no es bueno», señala Zenghelis.
En los últimos años, ha ganado espacio la idea del «crecimiento sostenible e inclusivo» para contrarrestar sus efectos negativos, tal como lo plantea la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Cepal.
El enfoque no es «decrecer», sino poner atención a la calidad del crecimiento.
¿Qué diría Simon Kuznets, el creador del PIB, si aún estuviera vivo?